sábado, 25 de agosto de 2007

Le voyágè de Sofi et Daniel - I Parte

Hola a todos.
Discúlpennos por no haberles podido escribir antes, pero es que hemos tenido que volar en tantas cosas que apenas hasta ahora comenzamos a tener tiempo para detenernos un poquito y respirar. Esto ha sido una odisea. Una odisea que ni siquiera está por la mitad y que a veces termina por apabullarnos. Pero aquí seguimos, firmes y listos, acompañándonos en todo momento como el equipo que somos. Pero bueno, suponemos que quieren saber cómo nos ha ido hasta ahora. La verdad es que ha sido increíble; no se imaginan todo lo que hemos vivido en tan poquito tiempo. Ha sido tal, que estamos seguros de que nuestra historia no solo debe ser contada, sino que también merece ser narrada con todos los detalles, aprovechando nuestras destrezas literarias. No siendo más, prepárense para la primera entrega de nuestra travesía contada a manera de narración, porque si no después no nos creerían:

No ha sido fácil. Luego de los llantos y los adioses, atravesamos lentamente la puerta de inmigración del aeropuerto, hasta perder de vista a esa nube de amigos y familiares que había venido a despedirnos, con una cara de “por favor vete, aunque no queremos que te vayas” que nos torturó el alma por un tiempo. Finalmente, al entrar en la sala de inmigración, nos sentimos solos en una fila llena de desconocidos, viajantes y extranjeros. Nos miramos, con cara de “y ahora qué” y nos abrazamos: ahora estábamos solos. Caímos en cuenta de que acabábamos de saltar del nido y ahora debíamos continuar por nuestra cuenta y riesgo. Sólo dependía de nosotros seguir agitando las alas para no despedazarnos con la caída.

La verdad fue muy extraño, sobre todo porque tuvimos la sensación de que, a pesar de la tristeza, todo seguía igual. La vida sigue y no hay cómo detenerla, y nosotros seguíamos hablando por celular con nuestros padres, como si esa noche nos esperaran para comer juntos en la casa. Fue entonces cuando finalmente caímos en cuenta de algo que habíamos tardado en entender: que lo que siempre habíamos visto como la meta durante los últimos siete meses (montarnos en ése avión) era solamente el comienzo de la aventura. Lo duro sólo estaba por comenzar y ya veníamos cansados.

Luego de tres retenes en inmigración, donde nos hicieron vaciar y reempacar las maletas varias veces, estábamos esperando en el muelle internacional a que por fin nos llamaran a abordar. Luego de media hora de retrazo y de que llamaran a varias personas del vuelo, nos dijeron que habían encontrado droga en la bodega del avión, así que había que esperar una hora y media más, mientras la judicializaran. Las manifestaciones de inconformidad y la vergüenza ante los extranjeros por este países de guaches fueron aplacados lentamente por los perros de la policía, que deambulaban de un lado para otro. Algunos extranjeros cancelaron su viaje pensando que podía tratarse de una bomba. No hubo manera de hacerles entender que no era eso, pero bueno: para el resto del mundo no hay manera de diferenciar un terrorista de otro, como tristemente sí sabemos hacerlo nosotros.

El viaje estuvo my movido. Pero mientras Daniel se la pasó todo el trayecto insomne, aruñando los brazos de su asiento y rezando para que la divina providencia siguiera manteniendo el aparato a flote, a Sofía sólo le bastaron diez gotas de valeriana y 25 años de experiencia en los expresos nocturnos de Coontranshuila para que nadie la pudiera despertar (vale la pena anotar que en medio del desespero terminé tomando como 40 gotas de valeriana… sin agua). En el avión nos hicimos amigos de María, una niña que también había llorado como loca al subir al avión, porque empezaba una nueva vida en Suecia con su novio Europeo, que la estaba
esperando en Copenhague para ayudarla a dejarlo todo atrás.

Llegamos a Barajas demasiado tarde para tomar nuestra conexión, y eso que corrimos bastante por todo el aeropuerto, que es tan grande y moderno, y hasta metro tiene, imagínese. Desérticos, tecnológicos, a años luz de distancia. Así nos parecieron Barajas y los españoles al comienzo. Pero pronto la imagen iba a cambiar. Por haber perdido la conexión, en Iberia nos pusieron en lista de espera para el próximo vuelo. Muy juiciosos esperamos en la entrada a que subieran los pasajeros, esperando algún hueco, pero luego de que entraran todos, nos enteramos de que ni nosotros, ni otras 18 personas que habían perdido la conexión, cabían en el vuelo. Ahora, todos debíamos esperar a que nos fueran metiendo, graneaditos, a medida que cupiéramos.

Hasta ahí llegó la cordialidad. Cada uno comenzó a buscar por su lado la estrategia que más le conviniera para montarse en el próximo avión, y ahí nacieron las alianzas. Fue entonces cuando conocimos a Ángela, una niña morena, Franco-Colombiana, que volvía de sus vacaciones en Colombia para seguir con sus estudios de traducción; Mateo, un francés simpático y joven que venía de Cartago, de conocer el terruño de la novia, y que ahora estaba perdido con nosotros (y a quien le pareció que los colombianos son bajitos y cabezones); y Liliana, una señora con cara de inmigrante ilegal que viajaba con su hija y que en un principio nos pareció “sospechosa”, sin saber que se convertiría en nuestra primera salvadora...

Con ellos hicimos nuestro primer contacto con el francés en verdad; con ellos nos dimos cuenta por primera vez de que la cosa no iba a ser tan fácil como pensábamos.
Corriendo de un lado al otro, valiéndonos de todos los métodos para conseguir un puesto, terminándonos haciéndonos amigos, o hermanos de causa, que para una situación como esa es lo mismo. Lo que más nos preocupaba eran las maletas, que debían estarnos esperando en Paris. Mateo, incluso, se armó de un manual del viajero donde nos explicaban todos nuestros derechos, pero no sirvió de nada.

En algún momento Sofía se quedó en un computador con Internet tratando de comunicarse con Colombia y yo fui al baño, ella no se dio cuenta que yo había tomado el carrito con los morrales. Cuando se volteó (como buena colombiana) pensó que se habían llevado todo. El susto no fue normal, corrió como loca por todo el aeropuerto y desde ahí comenzaron unos cólicos que la hicieron sudar del dolor.

Finalmente una mujer muy antipática que acababa de empezar su turno, llegó a la oficina de atención al cliente de Iberia cuando nosotros ya estábamos por hacer una revolución. Sin pedir explicaciones nos regañó a todos, nos dijo que por no oír perdíamos las conexiones, que allá no era como en nuestra Colombia marginal y desorganizada, y finalmente nos dio a todos un tiquete con nuestros puestos fijos.

Finalmente logramos montarnos los 19 en un avión que olía a cebolla, debido al sudor veraniego de los franceses. Si el vuelo trasatlántico fue una pesadilla, en este realmente pensamos que hasta ahí íbamos a llegar: la gente gritaba, todos sentíamos náuseas, los vacíos eran fuertes y prolongados; al bajar del avión todos salimos con el mismo comentario de que la habíamos visto cerca. “Así que eso es lo que se siente antes de morir cuando se cae un avión”, dijo Mateo en un español perfecto.

Orly, a diferencia de Barajas, era un aeropuerto feo y viejo. Pero lleno de gente cálida y servicial. Y como “lo sospechamos desde un principio”: ¡Las maletas no estaban! De hecho, nunca habían abandonado Madrid (AVISO IMPORTANTE: nunca, nunca se les ocurra viajar por Iberia).

Los franceses nos atendieron muy bien: nos pidieron la dirección de cada uno y nos dijeron que nos las enviarían apenas llegaran. Algunos se fueron inmediatamente, pero otros decidimos esperar a ver si llegaban en los siguientes vuelos. Pasaron las horas y los arrivals, pero nunca llegaron. Al final, sólo quedábamos Mateo, el francés, y Liliana, la “ilegal”, que esperaba las maletas con los regalos de Cartago junto a su hija y su esposo, Emilio, un paisa pálido y delgado, que tenía una mancha café en la calva y una expresión de “no-mato-ni-una-mosca” que podía derretir a cualquiera.

Sólo en ese momento caímos en cuenta de una cosa: eran las 11 de la noche en París y no teníamos idea de dónde íbamos a dormir. Entonces, por primera vez, sentimos el peso del viaje: ¿Lo habíamos dejado todo por esto? Sabemos que suena a frase de suspenso de serie de los sesenta, pero eso es lo que uno se pregunta en momentos como ése. Fue entonces, también, cuando nos dimos cuenta de lo cansados que estábamos. Habían pasado más de dos días, pero para nosotros había sido como uno solo muy largo. Asustados, solos y con incertidumbre, decidimos pasar la noche en el aeropuerto. Todos los demás ya comenzaban a irse para sus casas; “mañana será otro día”, decían, y se iban resignados. Nosotros, en cambio, estábamos desamparados. Afuera, París y toda Europa se dejaban ver indiferentes, indomables. Nosotros acabábamos de llegar a domarla débiles, tristes y con varios goles de ventaja.

La historia sigue, pero vamos a contarla por cápsulas. En el próximo capítulo, Sofía y Daniel encuentran dos ángeles de la guarda, pero deben pasar la noche junto al cementerio. Además, la aventura en el metro de París y el sorpresivo viaje en primera clase por la campiña. Espérenlo …

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