lunes, 17 de mayo de 2010

Un país de locos

¿Qué es lo que hace que un país rico o pobre? ¿Qué tienen algunas naciones para convertirse en potencias mundiales al cabo de unos años, mientras otras no salen de los programas de ayuda internacional? ¿Por qué algunos países ven reaparecer sus problemas una y otra vez sin importar el paso del tiempo, y otros se recuperan rápidamente de sus catástrofes?

Desde que logramos nuestra independencia en 1819, en ‘Locombia’ no hemos hecho sino salir de una guerra civil para caer en otra. De los 200 años que llevamos como República, solo 36 han transcurrido en paz. La Constitución del 91 pretendía construir “un nuevo país”, pero fue precedida de la peor crisis económica y de la década más sangrienta de nuestra historia reciente. En el siglo XXI, a pesar de un crecimiento sostenido del PIB de 5% durante cuatro años, se dispararon los escándalos por corrupción, así como las persecuciones políticas, los índices de desigualdad y las llamadas “bandas emergentes”.

Cuentan algunos que en Colombia todo cambia para que nada cambie. Lo hemos intentado todo: desde procesos de paz hasta gobiernos represivos, desde liberalismo económico hasta proteccionismo de Estado; y sin embargo la violencia y la exclusión reaparecen como una hiedra a la que no le hemos podido encontrar la raíz. En su momento echamos la culpa a liberales y a conservadores, a comunistas y a “pro-yankees”, a Samper, a Escobar, a las FARC, a las AUC; y nada. Los tiempos cambian, los villanos del momento son reemplazados por otros, y sin embargo el problema persiste.

Dicen que loco es aquel que hace siempre las mismas cosas, esperando obtener un resultado diferente. Si la exclusión y la violencia son una constante en nuestros doscientos años, es necesario concentrarse en lo que estamos haciendo mal, si es que algún día queremos cambiarlo.

En 1993, Robert D. Putnam, un reconocido sociólogo y politólogo de la universidad de Harvard, estudió el caso de “las dos Italias". En los años 70 la República Italiana había instaurado una serie de gobiernos regionales más o menos idénticos, dotados de una relativa autonomía administrativa. Pocos años después, mientras en el norte el desarrollo económico y las instituciones públicas habían demostrado un avance sorprendente, en el sur los gobiernos continuaban sumidos en el subdesarrollo. La pregunta de Putnam fue la siguiente: ¿Por qué dos regiones con un mismo sistema político y un mismo modelo económico pueden obtener resultados diferentes?

Rápidamente, su equipo notó un elemento significativo: mientras las relaciones en el sur giraban en torno a comunidades muy cerradas que competían por los recursos escasos de su territorio, en el norte la importante actividad asociativa permitía a las personas generar relaciones de confianza entre completos desconocidos.

Según Putnam, fue esta diferencia la que llevó a ambas regiones a obtener resultados distintos: cuando los gobiernos regionales se instauraron en el sur, la desconfianza hacia las instituciones oficiales llevó a una participación democrática muy baja. Las grandes familias de la región empezaron a competir y en poco tiempo se apoderaron de los cargos públicos más importantes. Los funcionarios no tardaron en generar “roscas” y “palancas”; el incumplimiento de los contratos, la falta de rigor y los retrasos terminaron por entorpecer el desarrollo de la región, que en pocos años terminó volviendo a la corrupción y a la violencia.

En el norte la historia fue diferente: acostumbrados a participar en asociaciones, los italianos del norte asistieron masivamente a las instituciones democráticas. Rápidamente se creó una sociedad civil organizada que denunció todos los escándalos de corrupción. El rigor frente a los contratos agilizó las transacciones y los procesos se hicieron más eficientes. Pronto el desarrollo económico se disparó exponencialmente y hoy el norte es la región más próspera de Italia.

El mismo sistema político y económico potencializó la corrupción en una región e impulsó la prosperidad en otra. La conclusión de Putnam fue contundente: el motor de una nación no es su capital económico (recursos naturales, industria, PIB), ni su capital político (instituciones públicas, espacios democráticos), sino las prácticas y relaciones sociales que permiten que estos dos sean bien aprovechados, es decir el capital social.

El capital social es esa serie de normas, relaciones y formas de organización que incitan a las personas cooperar para alcanzar objetivos comunes. Entre mayor es el respeto de las normas, mejores son las relaciones de las personas. Esto crea un ambiente de confianza entre ellas que las hace más aptas a ayudarse y a interactuar económicamente. En cambio, cuando predomina la trampa, la confianza desaparece y los intercambios económicos se entorpecen.

La construcción de capital social es actualmente la vanguardia de los proyectos de desarrollo. Es a las ciencias sociales lo que la ingeniería genética es a la medicina. Nos ha permitido entender la pobreza y la corrupción como problemas estructurales de una sociedad y no como resultados de una crisis económica o un mal gobierno. Es lo que explica, por ejemplo, cómo Alemania y Japón pasaron de la quiebra en la segunda guerra mundial, a ser potencias económicas en menos de 20 años.

Quienes han estudiado el tema en el país coinciden en que nuestro capital social es muy bajo. “Dar papaya”, “Citar a las ocho para que lleguen a las nueve” o “el vivo vive del bobo” son ejemplos de cómo los colombianos hemos integrado la trampa y el incumplimiento de las normas a nuestra cotidianidad. Más allá de un problema de convivencia, esto trae graves repercusiones económicas, ya que ¿haría usted negocios con alguien en quien no puede confiar?

La ausencia de capital social burocratiza nuestras transacciones, estimula las ‘roscas’ y abre las puertas a la corrupción. Pero es posible construirlo si se aplican las políticas sociales, culturales y educativas necesarias para pasar de una ‘cultura de confrontación’ a una ‘cultura de cooperación’. Esa ha sido la clave del éxito en Brasil y Corea del Sur, y es por eso que hoy las grandes multinacionales invierten importantes presupuestos en el fortalecimiento de su capital social.

Este año en ‘Locombia’, el país de los locos, ha aparecido un movimiento ciudadano que no se conforma con acabar con el villano de turno, sino que propone transformar los problemas estructurales de nuestra idiosincrasia. Entre sus huestes hay varios de los empresarios y académicos que más saben sobre construcción de capital social, como John Sudarsky y Juan Carlos Flórez. Sólo su campaña presidencial ha sido un excelente ejemplo de esto: sin maquinarias, comprendieron el valor exponencial de las redes sociales y así han construido toda una ‘cultura de cooperación’ en la que cada uno ha puesto de su parte. Y ahora mírenlos donde están.

El capital social puede ser la llave que desencadene todas las otras formas de desarrollo del país. Eso ‘los Verdes’ lo entienden a la perfección. Muchos los atacan de payasos, sólo porque no proponen acabar con el enemigo de turno. Pero su propuesta está en concordancia con los mayores proyectos de desarrollo del mundo. Sólo por eso vale la pena jugársela por estos visionarios, que por más que los acusen de locos, resultan más cuerdos que todos los que en ‘Locombia’ aún se empeñan en seguir haciendo las mismas cosas, tratando de obtener algún día un resultado diferente.